Consumo de psicoactivos en colombia para luego extrapolar estos datos a situaciones reales que permitan estimar los costos que ocasiona en el sistema de salud. También se recapitulan las particularidades que hacen diferente al consumo colombiano de los estándares internacionales y se exponen algunos de los problemas que han permitido una conjunción del narcotráfico con la cotidianidad, y generado como última consecuencia un aumento en la permisividad frente al tráfico y consumo de estupefacientes. Por último, hace énfasis en la variedad de programas aplicados y los factores necesarios para el triunfo de una política preventiva.
PALABRAS CLAVES
Agentes Psicoactivos, Drogas Ilícitas, Prevención y Control, Tendencias, Colombia.
Debido al impacto social y la presión internacional que ha generado el narcotráfico, Colombia ha aprendido a identificarse como un país exportador de sustancias psicoactivas ilícitas. Esta coyuntura sumada a la guerra política, la corrupción y las frecuentes crisis económicas no sólo ha llevado a que se lo identifique como uno de los países más violentos del mundo, sino también a que entre nosotros siempre se observe una especie de vergüenza o malestar asociado al hecho de ser colombiano. Somos exageradamente hospitalarios con lo extranjero y esta situación aumenta nuestra probabilidad de renunciar fácilmente a los valores propios y las raigambres auténticas para sustituirlos por otros que se asumen aun cuando no se entiendan. Esto ha ocasionado que en los últimos cuarenta años hayamos perdido las rígidas identidades regionales del siglo XIX para adoptar patrones extranjeros en las estructuras económica, religiosa, familiar, sexual y educativa, originando que mucha de nuestra cultura actual esté llena de artificialidad e imitación; entre esas ‘herencias’ importadas desde el norte se encuentra el consumo moderno de psicoactivos, que poco tiene de relación con la utilización milenaria de sustancias alucinógenas por parte de los indígenas, o el consumo de chibcha que se mantuvo hasta la primera mitad del siglo XX, antes de que los médicos salubristas lograran reemplazarlo por el consumo de cerveza (Pérez, 1994). Es por esto que resulta importante describir el estado de la situación sobre el consumo de sustancias psicoactivas en Colombia, intentando indagar cuáles son sus características y el costo que por este concepto debe afrontar el sistema de salud. Asimismo, también vale la pena explorar algunos de los problemas que ha implicado desarrollar una estrategia para prevenir el consumo, así como algunas perspectivas futuras relacionadas con esta problemática.
En primer lugar, hay que aclarar lo que se entiende por sustancias psicoactivas (SPA): se refiere a todas aquellos compuestos químicos que pueden ejercer una acción sobre el sistema nervioso central y que tienen la capacidad de producir transformaciones psíquicas, bien sea aumentando o disminuyendo el tono y el funcionamiento, o modificando los estados de conciencia (Pérez, 1994). Desde los años ochenta, la Organización Mundial de la Salud (OMS) ha propuesto esta definición para reemplazar una serie de términos confusos como ‘drogas’, ‘fármacos’, ‘estupefacientes’, etc. En ella están incluidas no sólo las sustancias ilegales (como la marihuana, la cocaína, heroína y demás), sino también las sustancias legales como el alcohol, el tabaco, los inhalantes y los medicamentos. En resumen, el término psicoactivo se le aplica a todo lo que estimule la psique. Lo normal es que esta estimulación atraiga al ser humano, porque el cerebro gusta de todo lo que lo active y le llame la atención; esta es la razón por la cual el consumo de estas sustancias es tan viejo como el mismo ser humano. La cuestión radica en que así como logran ser estimulantes, al actuar sobre los moduladores de la conducta humana en el cerebro, también tienen efectos sobre otros sistemas, como el respiratorio o el circulatorio, y esto genera las llamadas muertes por ‘sobredosis’. Ahora bien, la principal razón por la que estas sustancias se constituyen en un problema sanitario no es el riesgo de muerte sino su capacidad para generar altos niveles de dependencia que alteran del desarrollo vital de la persona, ocasionando no sólo degeneraciones en su estado de salud, sino también a nivel afectivo, económico y social.
Desde finales de los años sesenta y principios de los setenta ya era común el consumo de SPA, inicialmente entre los grupos intelectuales y de clases media – alta para posteriormente irse popularizando entre las clases más bajas, especialmente después del establecimiento de las primeras redes de narcotráfico (Pérez, 1994). A pesar de esto, nunca hubo un interés gubernamental serio por conocer cuál era la situación del consumo de drogas hasta finales de los años ochenta, y sólo hasta 1.992 la Dirección Nacional de Estupefacientes (DNE) ordena la elaboración de un estudio epidemiológico nacional. De alguna manera, esta demora es un reflejo del trabajo que nos ha costado convencernos de que, así como somos productores también somos grandes consumidores. En el ámbito gubernamental esta situación siempre se ha mirado con mucho escepticismo y congoja, ya que implicó que el país no sólo debía combatir el tráfico de estupefacientes hacia los países industrializados, sino que también había que aterrizar el problema del uso nacional de drogas para conocer su verdadero ‘estado de salud’. Además del citado estudio de 1.992, se han realizado dos más, en 1996 y en el 2001, este último en jóvenes escolarizados de 10 a 24 años.
SITUACIÓN ACTUAL DEL CONSUMO
A partir de estos estudios, ¿qué se puede decir respecto al consumo nacional? Que Colombia no sólo tiene un grave índice de utilización de psicoactivos ilegales, sino también de sustancias lícitas. A continuación se presenta un resumen del informe presentado por el Observatorio de Drogas (DNE, 2004):
- El alcohol es la sustancia más consumida en el país. En 1996 se obtuvo que el 72.5% de los hombres y 51.4% de las mujeres habían tomado alcohol alguna vez en la vida; la encuesta del 2001 arrojó que el 83% de los jóvenes estudiantes ya lo había probado, y que éste llegaba al 94.8% entre los jóvenes universitarios. Aquí, la diferencia entre hombres y mujeres es prácticamente insignificante, teniendo como constante que una gran proporción se inicia cuando son menores de edad y beben hasta alcanzar estados moderados o severos de embriaguez.
- Respecto al tabaco, pareciera que existe una tendencia general a la disminución, en cuanto en 1992 el porcentaje de fumadores activos fue 25.8%, en 1996 estuvo en 21.4% y en 1998, en otro estudio nacional comparable, fue de 18.9% (Ministerio de Salud, 1999). Sin embargo, la encuesta en jóvenes arrojó una prevalencia de 29.8% entre los estudiantes de 10 a 24 años, lo que indica que 1 de cada 3 jóvenes tiene el hábito de fumar, con inicio promedio de 13 años. Para hacer una comparación frente a otros países, esta proporción de fumadores jóvenes es 1.1 veces menos que en los países del Cono Sur, pero 1.3 veces más que en Norteamérica (Estados Unidos y Canadá), 2.3 veces más que en la Región Andina y 2.7 veces más que en América Central. (Rojas, 2000).
- La marihuana es la sustancia ilícita de mayor consumo, con una porcentaje de 5.4% en las personas entre los 12 y 60 años, seguida por la cocaína, con una prevalencia de 1.6% y el basuco, con 1.5%. Debido a la creencia de que la heroína y el éxtasis eran eventos novedosos y escasos en 1.996, no fueron investigados. En la encuesta de jóvenes escolarizados, un 11.7% afirmó haber utilizado alguna vez en la vida marihuana, cocaína, basuco, heroína o éxtasis, habiéndose iniciado en el consumo entre los 15 y 19 años, principalmente.
Estos datos nos sirven para mostrarnos que, en Colombia, el abuso de sustancias no es algo que pueda reducirse a grupos de intelectuales o marginados sociales, como se pensaba en los años ochenta: para 1996 se estimó que 384.114 personas fumaron basuco, 409.722 consumieron cocaína, 1’382.810 marihuana, además de que hay 6’606.760 fumadores de tabaco y 15’863.907 de bebedores. Esto asumiendo cifras ideales, sin considerar el número de personas que se negaron a contestar y que el método de recolección de datos fue la visita domiciliaria, lo cual genera un subregistro para la población indigente, los desplazados, aquellos que no tienen una residencia estable y otros casos especiales como personas en hospitales o recluidas en centros penitenciarios, así para los 50.000 combatientes enrolados en los grupos armados ilegales.
Ahora, vale la pena preguntarse si estos consumos realmente afectan el estado de salud de los colombianos, y cuánto representa esto en costos de prestación de servicios de salud para las distintas entidades. En 1998, se adelantó un estudio sobre la relación entre trauma y alcohol en Bogotá, recogiendo los datos en el Hospital Kennedy, que atiende a una población de dos millones y medio de habitantes, y su principal grupo de atención se encuentra en los estratos 1, 2 y 3. En un solo mes (septiembre de 1.998), ingresaron al servicio de urgencias 3.065 traumatizados.
De ellos, el 70% eran adolescentes y adultos jóvenes que tenían entre 15 y 40 años, las edades de mayor productividad para las personas. En un país con una expectativa de vida de 70 años, cada muerto o discapacitado a esa edad pesan en el Producto Interno Bruto de la Nación, porque se pierde el potencial productivo de esa persona durante más de 30 años; eso mirándolo solamente desde una perspectiva económica. El 53% de los lesionados presentó altas tasas de morbilidad o mortalidad, lo que significó incapacidades mayores a 30 días, con un alto costo para el sistema de salud. Y pasar más de 30 días hospitalizado también representa una mayor probabilidad de fallecer, sin embargo, la mayoría no muere de inmediato: cada día que un paciente se intenta morir hay que reanimarlo, y para ello la persona debe permanecer en una unidad de cuidado intensivo, en donde la atención oscila entre los 2 millones y 10 millones de pesos diarios. Si consideramos que, en general los pacientes politraumatizados permanecen de 10 a 20 días en promedio, atender una sola persona herida podría costar entre 10 y 200 millones de pesos… ahora, ¿cuánto cuesta atender a 3.065, que son los pacientes que recibió un hospital de tercer nivel de Bogotá en un solo mes?, ¿Y cuánto cuestan todos los traumatizados de una ciudad, si consideramos que bien puede haber desde 4 o 5 hospitales de nivel 3 (como es el caso de Cali) hasta 10 u 11, como es el caso de Bogotá? Todo este dinero debe sacarse del Sistema General de Seguridad Social en Salud. Para hacer un contexto rápido podemos citar las proyecciones del Departamento de Planeación Nacional, quién estimó que si se considera el costo asociado a la pérdida de productividad por muertes, atención de emergencias y solicitudes de tratamiento relacionados solamente con el abuso de cocaína, los colombianos, en conjunto (inclúyase aquí al Estado, los usuarios y el sector productivo), tuvieron que pagar cuentas que para el 2003 ascendían a los 14.890 millones de pesos (unos 5.5 millones de dólares) (Vergara, 2003). Ahora, si consideramos que el número de bebedores de alcohol es 38 veces más que los consumidores de cocaína, fácilmente podríamos esperar que esta cifra, a lo menos, se duplique o cuadruplique. No es gratuito que el gasto en salud como porcentaje del PIB haya aumentado del 3% en 1993 al 13% hoy en día, a pesar de que se han logrado importantes avances en la prevención de la mayoría de enfermedades infecciosas y el tratamiento de enfermedades crónicas.
Ahora, debemos considerar que al menos un 10% de quienes sufren lesiones externas están desempleados (Instituto CISALVA, 2004). Para nuestro sistema de salud esto implica que muchos de ellos seguramente no estarán en el régimen contributivo (donde los trabajadores aportan parte de sus ingresos para costear los gastos de salud). Como el 60% de la población colombiana reside en estratos 2 y 3, hay una gran probabilidad de que estos desempleados no posean régimen subsidiado total, sino algún tipo de subsidio parcial o, en el peor de los casos, no se encuentran afiliados a ningún régimen de salud, por lo que tendrían que asumir el 100% del costo. Pero como la persona está desempleada no tiene manera de pagarlo, y luego empieza la pelea entre el usuario para que no le cobren más de lo que puede pagar y el hospital, que no tiene quién le responda por los gastos. Y nos encontramos con una diáspora de tutelas (40.000 por año para asuntos relacionados con la prestación de servicios de salud) y con un cementerio de hospitales cerrados por inviabilidad financiera.
¿Por qué es tan importante todo esto? Porque a todos esos 3.065 lesionados, durante un mes en un solo hospital de Bogotá, se les diagnosticó el estado de embriaguez mediante examen médico y pruebas de alcohol en sangre y se determinó que 2.544 presentaban más de 50 miligramos de alcohol por decilitro de sangre, lo cual representa una embriaguez moderada o severa (niveles II y III). Palabras más, palabras menos, de esos 3.065 lesionados, el 83% estaba emborrachado. Claro está, borracho según el Código de Procedimiento Penal Colombiano, que considera que una persona está embriagada cuando tiene más de 50 miligramos de alcohol en la sangre, que en términos prácticos, equivaldría aproximadamente a que un adulto hombre consumiera unas 10 cervezas; en los Estados Unidos o Noruega, se considera que la embriaguez ocurre a niveles superiores de 20 mg/dL (equivalentes a unas 4 cervezas), y una prueba de alcoholemia por encima de este nivel es suficiente para aplicar una sanción punitiva.
Cuando se indagó sobre las causas de los traumas, se encontró que estos se debían principalmente a los accidentes de tránsito y las lesiones por armas de fuego o cortopunzantes. Esto muestra que las personas ebrias no sólo tienen una mayor propensión a los accidentes, sino también a cometer acciones violentas. Asimismo son mucho más vulnerables a la acción de los delincuentes. Pero no todas las lesiones fueron de forma violenta; también encontraron otras estadísticas curiosas:
El 9% de los lesionados se había caído de su propia altura, porque iba caminando por el andén y se tropezaron, o iban caminando y cayeron a la alcantarilla, o iban caminando y se estrellaron con un poste. Porque los borrachos dicen que ven doble. El 6% eran accidentes de trabajo. ¿De qué tipo? El de un obrero de la construcción que se cae del andamio del séptimo piso; el de uno que trabaja con madera y se le va la mano en la sierra; el de uno que trabaja en la ladrillera y se cae en el horno donde se cuece el ladrillo. Y esas lesiones eran, sobre todo, viernes en la tarde, sábado y lunes en la mañana, los días de mayor ingestión de bebidas alcohólicas. (Uribe, 2002).
Pero la principal preocupación fue que el 20.43% de estos lesionados eran menores de edad. A pesar de que en Colombia hay leyes para todo, no se cumplen. En su momento, medidas restrictivas como el cierre de establecimientos públicos entre 3 y 6 a.m. (popularmente llamada Ley Zanahoria) y el toque de queda para menores de edad después de las 12 p.m. fueron útiles, principalmente porque disminuía, más que la cantidad, la severidad de las lesiones: no es lo mismo atender el accidente de un paciente medio ebrio a 1 a.m., que el de otro completamente embriagado a las 5 a.m. Sin embargo, a medida que ha pasado el tiempo estas medidas han perdido eficacia, no sólo por la presión negativa que se les ha hecho desde los medios de comunicación y por los dueños de los establecimientos nocturnos, sino también porque las personas empiezan a adoptar patrones de consumo diferentes. Por ejemplo, en Cali ha sucedido una situación particular: al comparar la tasa de homicidios del año 2003 frente a los dos años anteriores, se encontró una reducción significativa de crímenes en la franja comprendida entre las doce de la noche y las tres de la madrugada (se pasó de 269 muertes en el 2001 a 65 en el 2003). Sin embargo, a medida que ocurrió esta disminución también fue aumentando la cantidad de homicidios que se ejecutaban entre las nueve de la noche y medianoche (pasando del 17.5% en el 2001 al 23% en el 2003), lo que muestra cómo, ante el hecho de que cierren los establecimientos más temprano, las personas también empiezan a emborracharse y cometer crímenes más temprano (Instituto CISALVA, 2004).
Por otra parte, estas evaluaciones de los hechos violentos permiten mostrar que no sólo se relacionan con alcohol sino también con el consumo de psicoactivos ilegales. En Bogotá, por cada 300 lesionados que llegaron a los hospitales públicos, 63 tenían restos de marihuana en la orina. En Cali, el Instituto Nacional de Medicina Legal realizó un estudio para estimar la presencia de sustancias psicoactivas en los cadáveres de las personas que murieron de forma violenta desde 1998 hasta el 2002, y se encontró que un 23.7% de los cadáveres tenía rastros de alcohol, un 29.2% había consumido SPA ilegales y un 31.9% había mezclado drogas con alcohol. De estos casos, lo más llamativo fue que la mitad de los suicidios, la tercera parte de los asesinatos y la quinta parte de los accidentes de tránsito involucran el uso de psicoactivos, tanto legales como ilegales (Bravo, 2005). Es por esto que cuando se habla de prevención del narcotráfico ya no se puede citar solamente las toneladas de cocaína que se evitó que llegaran a Estados Unidos o Europa, sino que también debemos empezar a hablar acerca de qué vamos a hacer con nuestro problema nacional de consumo.
CARACTERÍSTICAS DEL CONSUMO DE PSICOACTIVOS EN COLOMBIA: ESTUDIO DE CASOS
Si nos detenemos a analizar los aspectos del consumo colombiano, encontramos que éste no tiene exactamente los mismos patrones que la mayoría de países consumidores. Aquí se da una serie de situaciones particulares, y casi irrepetibles, que son necesarias tenerlas en cuenta para un análisis del consumo:
CASO 1: Si no hay nada que hacer, la edad es lo de menos.
Actualmente, el consumo de psicoactivos ilícitos no se centra en una edad particular, sino que va desde los 7 hasta los 70 años. Las personas que más abusaron de drogas fueron aquellos que estaban ‘sin oficio o actividad reconocida formalmente’, es decir, niños y jóvenes que no estaban escolarizados y los adultos desempleados. En los niños y adolescentes puede verse como la escolaridad es un factor protector para el consumo, ya que los niños que abandonan la escuela tienen un riesgo 3 veces mayor de iniciarse en el consumo; también los adolescentes que se atrasan escolarmente tienen 4.4 veces más riesgo de usar drogas frente a aquellos que no repiten años (Osorio, 2004). La curiosidad parece ser el elemento esencial en los primeros ensayos, siendo los hombres quienes más tipos de sustancias prueban; el problema de este uso por curiosidad radica en que 3 de cada 4 jóvenes que alguna vez consumieron por «saber qué se siente» continúan siendo usuarios activos de algún psicoactivo ilegal (DNE, 2004). Cuando se hace una estratificación socioeconómica, se encuentra que mientras el consumo de basuco se concentra en los estratos medio y bajo, la cocaína y heroína son más utilizadas por personas de los estratos altos; a pesar que la marihuana es el estupefaciente más usado todos los estratos, su uso es mayor en los estratos medio y alto (Pérez, 1994).
CASO 2: Alcohol, tabaco y el «Estado cantinero»
Anteriormente se han descrito varias de las situaciones que se presentan con el consumo de alcohol. Todas ellas han llevado a que, más tarde que temprano, el alcoholismo haya empezado a ser reconocido como una enfermedad en la comunidad, de igual modo que las fármacodependencias. Sin embargo, en un afán por generar una explicación causal, en su momento se clasificó al alcoholismo dentro de las enfermedades mentales, con el fin de abordar el problema desde una perspectiva multifactorial. En Colombia, ser enfermo mental es un estigma, al punto que solamente un 10% de la población colombiana reconoce que ha tenido síntomas depresivos o ansiosos (Gómez, 2004), a pesar de que se ha estimado que por lo menos el 70% de la población mundial ha manifestado algún síntoma depresivo en su vida (Benjet, 2004). Como nos aterra la idea de creer que sufrimos alguna clase de enfermedad mental, entonces por asociación también nos cuesta aceptar que tenemos problemas con el consumo de alcohol. De esta situación no sólo han sido responsables los medios de comunicación y la opinión pública general, sino también los dirigentes políticos, judiciales, policiales y la comunidad médica, quienes muchas veces han hecho afirmaciones sin que se pueda determinar ningún grado de certeza en ellas, puesto que forzosamente fueron hechas sobre la base del ‘ojímetro’, es decir, son conclusiones plausibles pero cuya única base son ‘impresiones’ o afirmaciones muy limitadas, parciales y desprovistas de toda sistematización (Pérez, 1994). Un ejemplo de esta situación es que el primer estudio epidemiológico serio que se realizó en Colombia sobre consumo de drogas haya hablado de una «predisposición genética de la población» al consumo (Torres, 1987) sin presentar la más mínima prueba de ello. Adicionalmente, este es el único país del mundo donde adulteran bebidas alcohólicas con metanol (Uribe, 2002). Entonces, los riesgos de beber alcohol no sólo se limitan a los ocasionados por el exceso de consumo, sino que también está el riesgo de daño neuronal, ocular y hepático por licor adulterado, convirtiéndose en otro problema de salud pública.